martes, 29 de mayo de 2012

Catecismo contra constitución: cuando fuimos franceses


En toda trastienda que se precie, en el desván, en la buhardilla, en el trastero de cualquier hogar existe alguna referencia a la Guerra de la Independencia que libramos contra la invasión napoleónica. Cuando era mi abuela quien gestionaba los estantes de la memoria familiar solía decir, con una vehemencia que en otras circunstancias la hubiera llevado al paredón, que si el Tambor del Bruc, ese mítico personaje del folclore catalán que puso en retirada al ejército francés, se hubiera tocado salva sea la parte en lugar del tambor, ahora seríamos franceses.

Mi abuela, que fue a la escuela el tiempo justo para aprender las cuatro reglas y a leer y escribir, pero que leyó más que cualquier bachiller de nuestro tiempo, no era afrancesada, pero sí que era lo suficientemente lista como para saber que al otro lado de los Pirineos la inteligencia no se media con la punta de la espada.

En casa, la narración oral de la historia se remontaba como mínimo al Génesis. La memoria era algo que se cuidaba y la del Francés era una de las muchas guerras que podían salir en la sobremesa de cualquier comida familiar. Y sacar a mi abuela de la trastienda viene a cuento porque en este año de Nuestro Señor de 2012 se celebra el segundo centenario de la Constitución de 1812, justo cuando mi señora abuela hubría cumplido cien años.

En el año 1812, mientras España estaba ocupada por los franceses y nos encontrábamos en plena Guerra de la Independencia, los diputados reunidos en las Cortes de Cádiz, último reducto no controlado por Francia, se dedicaban a desmantelar el Estado feudal. A pesar de ser un intento de reforma agraria que liquidaba el régimen señorial, no permitió que la tierra pasara a manos de quien la trabajaba, los campesinos, sino que convirtió a los antiguos señores en propietarios de la tierra. Este proceso político, por otra parte, era el inicio de un nuevo proyecto político contra el Antiguo Régimen y el despotismo, que pretendía construir una sociedad basada en la libertad y la igualdad ante la ley, limitando el poder del rey . Estas eran las bases sobre las que se redactó la Constitución de 1812, "la Pepa", que hoy está de fiesta.

Este texto constitucional supone un cambio de rumbo en cuanto al control del poder, hasta entonces en manos del rey. Tomando como modelo la constitución francesa de 1791, la de Cádiz garantizaba la libertad de pensamiento y de opinión, la igualdad ante la ley y el derecho de propiedad, entre otros derechos, aunque no reconocía, sin embargo, la libertad de culto. El artículo 12 decía: "La Religión de la Nación española es y será perpetuamente la Católica, Apostólica y Romana, la única verdadera. La Nación la Protege miedo Leyes savias y justas, y prohíbe el, ejercicio de cualquier Otra" (no olvidemos que la Inquisición no se abolió hasta 1822). La estructura del Estado se definía como la de una monarquía constitucional (dejaba de ser una monarquía de derecho divino), que limitaba el poder del rey y que se basaba en la división de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

A pesar de que a nadie le gusta ser ocupado, la invasión francesa abrió la esperanza a todos aquellos liberales que veían en la Ilustración, que venía de Francia, la única manera de convertir este Estado en un país moderno. José Bonaparte, hermano de Napoleón, y a quien éste nombró Rey de España, representaba estos ideales reformistas, pero se encontró con la oposición local que no quería admitir un gobierno ilegítimo, conseguido por las armas, y extranjero, lo que no deja de ser curioso si recordamos qué ponía el pasaporte del primer rey Borbón.

Pero una parte de los españoles aceptaron esta presencia extranjera. Nacía la figura del afrancesado. Algunos, más bien pocos, lo eran por motivos ideológicos, pero la mayoría vieron en la ocupación y en las reformas de Napoleón una manera de luchar contra el Estado absolutista y conseguir modernizar el país sin la revolución y el baño de sangre que supuso la Revolución francesa. Después de la guerra, Fernando VII persiguió y expulsó (en el mejor de los casos) a los afrancesados ​​y, ya de paso, en el mismo saco puso a los liberales, muchos de los cuales tenían la esperanza de que Fernando VII iniciara y consolidara el programa reformista de la Constitución de 1812, que el propio rey juró.

En este país hay cosas que no cambian. Se ve mirando el pasado y, desgraciadamente, mirando el presente. Se podría pensar que la oposición estana sólo en la ocupación y el rechazo al invasor, pero no es cierto. A los afrancesados, y los liberales que redactaron la Constitución de Cádiz (que estaban contra la invasión napoleónica), se les oponían las capas más retrógradas de la población española. Los que tenían cargos e intereses, y por tanto tenían algo que perder, y los que ideológicamente estaban instalados en una forma de entender la vida social y política, tanto clases altas como pueblo bajo, que sólo entendían como modelo de vida Dios y la tradición, y que identifican pueblo y nación con catolicismo, y todas las variantes y ramas políticas derivadas de esta fe.

El año 1808 aparecía el llamado Catecismo español de 1808 [1], o Catecismo ó breve compendio de las operaciones de España [2], en otras versiones (que es la que reproducimos), que deja bien claro cuáles son los valores que guían el espíritu cavernario de la derecha secular de este país. Este panfleto propagandístico pone el patriotismo español por encima de todo intento modernizador subrayando los valores propios del Antiguo Régimen: Dios, patria y rey, y pone a la Ilustración y a los franceses que la representan como culpables de todos los males.






De aquellas dos españas de que hablaba Machado siempre hay una, la misma, que acaba ganando la partida y rompiendo los sueños del pueblo.

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[1] Anónimo. Catecismo español de 1808. En Díaz Plaja, F. La historia de España en sus documentos. El siglo XIX. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1954, p. 71-73.

[2] Catecismo ó breve compendio de las operaciones de España [en línea]. Valencia: Imprenta del Diario, 1808 <http://www.europeana.eu/portal/record/91930/E854D5E4D6C60ECC5163E825A30B56E2164AAD46.html>

domingo, 20 de mayo de 2012

Cuando el East End era el fin del mundo

Población judía en el East End (1899). © Jewish-Museum-London.
El color azul representa entre el 90 y el 100% de los habitantes

Housing Problems (1935), de Edgar Anstey (1907-1987) y Arthur Elton (1906-1973), es un documental que expone los problemas de vivienda del barrio londinense de Stepney y la solución de una situación que venía de muy lejos, con la construcción de viviendas sociales. Housing Problems no es sólo un documental. Es el primero en que se sincroniza la filmación con el sonido, lo cual permitió registrar las escenas mientras los protagonistas, los propios vecinos de Stepney, se dirigían y hablaban a la cámara. La película y sus directores fueron criticados precisamente por la falta de dirección. Nunca nadie hasta entonces había filmado en estilo directo, dejando plena libertad a las voces de quienes realmente tenían algo que decir. Comentaba Anstey: "Planteamos una técnica muy simple, abierta, que no había usado nadie hasta ese momento; dimos a los habitantes de los barrios bajos la oportunidad de hacer su propia película".



Desde nuestros ojos, acostumbrados ya a otras formas de narrar, la presencia de un guión sí que nos resulta muy evidente. La experiencia de los vecinos es lo que permite a los directores construir la narración y la denuncia subyacente. El discurso ideológico lo articulan los protagonistas, llenando de contenido las lamentables imágenes del estado  de las viviendas y de sus condiciones de vida, hasta llevarnos hacia el proyecto de viviendas sociales que se está llevando a cabo, que se nos muestra y explica al final del documental a través de maquetas y de la experiencia de los vecinos que habitan los nuevos edificios, permitiéndonos ver el contraste.

La cámara da inicio al documental paseando por las azoteas, mostrándonos calles estrechas por donde no entra el sol; techos caídos, paredes apuntaladas que se desmoronan, sin ventanas por donde entren el aire y la luz; letrinas dudosamente higiénicas, a menudo compartidas. Las imágenes podían haber sido mucho más crudas porque la realidad superaba lo que se nos muestra. Pero en lugar de poner el énfasis en el espacio, es la voz de la gente la que da vida a las imágenes estáticas. Una mujer relata cómo se despierta con una rata rondando su cabeza. Los vecinos explican cómo conviven con insectos y parásitos, mientras vemos los bichos saliendo y ocultándose por las rendijas. Una pareja describe la experiencia de vivir en un reducido espacio de dos habitaciones, sin agua y sin posibilidad de cocinar. Y un vecino nos muestra unas escaleras que están a punto de derrumbarse dejando inevitable la parte superior de la casa.

East End (principios siglo XX) © Jewish Museum of London

El conglomerado de viviendas y callejuelas que explora este documental no es un lugar cualquiera. Es el East End de Londres. Formado por los núcleos de Stepney, Whitechapel y otros barrios, fue hasta mediados del siglo XX la zona más pobre y miserable de la capital inglesa. Fue el barrio de trabajadores por excelencia y cuna de las luchas obreras del XIX, y el lugar donde se concentró la emigración. En el siglo XVII los hugonotes, los protestantes franceses que habían huido de la persecución, la inmigración irlandesa durante el siglo XVIII; y a finales del XIX la que acabaría dando una imagen característica del barrio con la llegada de los judíos askenazíes, que huían de los pogromos y las matanzas del este de Europa. Para hacerse una idea de las condiciones de vida de la comunidad judía durante la década de 1920, resulta del todo imprescindible la lectura de la crónica El judío errante ya ha llegado, de Albert Londres (Barcelona: Melusina, 2011). Miles y miles de personas hacinadas a lo largo de varias décadas en tugurios infames, sin condiciones higiénicas ni humanas. La mejora de las condiciones sociales tras la guerra, permitió el desplazamiento de la población judía hacia otras zonas, básicamente hacia Stamford Hill. Ahora el mayor porcentaje de emigrantes es de origen bengalí.

Petticoat Lane Market

El documental nos muestra sólo una parte muy parcial de lo que fue el East End. Los cambios urbanísticos que empezaban entonces se vieron acelerados después de la Segunda Guerra Mundial cuando las bombas alemanas destruyeron buena parte del barrio y permitió una reforma integral. Pero si cerramos los ojos podemos imaginarnos la miseria y la prostitución, los delincuentes y los niños de Charles Dickens, el ambiente de algunas de las aventuras de Sherlock Holmes y, evidentemente, el escenario de Jack, el Destripador. Pero es también el barrio luminoso del monumental teatro yídish y del music hall.

Sobre el East End, el actor Jacob Adler escribió: "Cuanto más penetramos en Whitechapel, más se hunde nuestro corazón. ¿Se trata de Londres? Nunca en Rusia, ni en el peor de los tugurios de Nueva York, se puede ver tanta pobreza como en el Londres de la década de 1880".


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Trailer del documental The Children of the Ghetto. [vídeo]

Petticoat Lane (1903). [vídeo]

Jews in East End London (ca.1903) [vídeo]

Jewish East End of London photo gallery and commentary

[El vídeo ha sido visto en Tocho T8, de Pablo Azara. Un blog de arquitectura, que va más allá de la arquitectura]

sábado, 19 de mayo de 2012

Shame: desnudos ante el sexo


La película Shame (2011), del británico Steve McQueen, cuenta la historia de Brandon (Michael Fassbender), adicto al sexo y con una incapacidad afectiva casi absoluta. Una historia impactante, no por el tema sino por la manera como se nos presenta; muy bien narrada y bien interpretada; explicada desde dentro, como si el espectador fuera un mirón invadiendo la intimidad del protagonista; aparentemente esteticista si no se es suficientemente atento: los espacios, los decorados, los silencios, la música: el Bach de Glenn Gould, o el New York, New York cadencioso, cantado por la hermana de Brandon, Sissy (Carey Mulligan), con una alta carga erótica, que es, al mismo tiempo, la languidez posterior al orgasmo masculino y el orgasmo femenino sostenido. Todos los elementos compositivos ayudan a perfilar la narración y a dibujar a Brandon sobre un tapiz que lo resalta, por si su sola presencia física no fuera suficiente. Porque, Shame, por encima de todo, es la historia de un cuerpo [1].

Nada es gratuito. McQueen sabe de qué habla y lo expresa perfectamente. Busca el contraste. La visión abyecta que puede tener el sexo compulsivo, la suciedad que se le atribuye, aparecen sobre un decorado a menudo aséptico y, además, en un personaje que es atractivo, con un buen trabajo y con dinero, pero que necesita satisfacer sus necesidades y sus pulsiones varias veces al día, ya sea en compañía (a menudo de prostitutas) o en solitario. Brandon vive atrapado en la prisión de su cuerpo y de su mente con una cotidianidad que resulta impactante.

Esta cotidianidad se ve trastornada por el inicio de una relación con Marianne (Nicole Beharie), que servirá para demostrar la imposibilidad de Brandon para comprometerse afectivamente, y por la llegada de su hermana Sissy, una chica frágil, inestable, que arrastra fracasos sentimentales, carente de afecto, y que busca en su hermano calor, comprensión y complicidad, pero que estorba la libertad de Brandon.

La relación entre los dos hermanos es de los aspectos mejor logrados de la película. Todo lo que sabemos de ellos dos se dibuja a través de dos escenas con dos cortos diálogos, filmados magistralmente de espaldas a los protagonistas. McQueen nos roba la posibilidad de leer las expresiones de la cara y los ojos, pero nos ofrece la máxima intensidad posible de la dureza de esta relación.

Una película tan intensa –casi nada se nos oculta a nuestra mirada– y a la vez tan desprovista de elementos que nos permitan caminar sobre el abismo que la historia abre bajo nuestros pies, da para infinidad de interpretaciones y especulaciones dependiendo de los escalones que se esté dispuesto a bajar camino del infierno.

Shame es una película dura, no tanto por la adicción sino por la forma brutal de exponerla. Las veces que el cine ha tratado el tema lo ha hecho desde el punto de vista de la necesidad de buscar compañeros sexuales para satisfacer la pulsión sexual. En Shame esta adicción se nos muestra desnuda, y nunca mejor dicho: Brandon pasea su cuerpo desnudo duchándose, orinando o masturbándose con la naturalidad de quien se cree a salvo de las miradas ajenas. Pero la desnudez física de Brandon va más allá de la desnudez física: es la desnudez psicológica y la exposición de la debilidad, de la fragilidad. Se nos muestra la parte más privada de esta adicción: la masturbación compulsiva. Y es aquí donde reside la dureza (no es un chiste fácil) de la película: en la soledad de Brandon estamos representados todos, sea cual sea la relación que cada uno de nosotros tiene con el sexo (con su sexo): no hay grados de adicción, el de cada uno es absoluto, de ahí que resulte fácil la empatía o el asco.

La relación entre los dos hermanos no está relacionada con la adicción en sí. El incesto está latente, aunque parte de la crítica quiera evitarlo convirtiendo a la hermana en el polo de atracción simbólico que pretende enderezar la conducta de Brandon. Son dos tesis que no se excluyen. Si no se incide de forma explícita es porque no es necesario. Si la adicción y la incapacidad de relacionarse afectivamente definen a Brandon, a la hermana la define la dependencia afectiva. Si la historia mostrara la relación incestuosa descubriríamos que el resultado es el mismo que con cualquier otra relación: la incapacidad de Brandon para cubrir las necesidades afectivas de la pareja, básicamente por un problema de empatía. Que esta pareja sea la hermana o cualquier otra mujer no tiene mayor importancia, por lo que el director se centra en los afectos que mejor puede asimilar la mayoría de los espectadores. El incesto habría añadido demasiado ruido a los problemas personales de los dos hermanos. No habríamos visto la adicción, sino el incesto porque socialmente resulta mucho más impactante. Es probable que las carencias de los dos hermanos tengan el mismo origen (familiar y afectivo), de ahí que el encuentro sexual entre ellos dos fuera posible en el pasado. El incesto, cuando no es forzado, es siempre un refugio.

Brandon no soporta la presencia de su hermana, como no es capaz de soporta una pareja más o menos estable porque la adicción al sexo necesita algo más que la pura satisfacción. Necesita la novedad constante. Y a falta de novedad, resulta mucho más satisfactoria la masturbación (mentalmente se puede introducir cualquier fantasía que la haga más atractiva). Sissy es lo conocido, demasiado conocido, que, además, le pide una atención, un tiempo que él necesita para complacer su pulsión, mientras que las putas, el material porno o las fantasías no se les acabará nunca. La escena del club gay es una muestra de todo ello: sexo fácil, inmediato, sin transacciones de ningún tipo y variado. Que sea con hombres no tiene ninguna importancia: la adicción al sexo sólo reconoce la satisfacción de la pulsión.

La película es dura por la forma descarnada de exponer la adicción. Pero para el espectador sin un mínimo de sensibilidad, de comprensión o de conocimiento del mundo, la película habrá resultado inquietante.

Termino con el vídeo de la versión de New York, New York cantada por Carey Mulligan. No perdamos ningún detalle del juego de miradas de los tres personajes. En el plano final, en los ojos de Brandon se puede leer lo que él sabe que está perdiendo.


[1] Con posterioridad a la publicación de este apunte, he leído la crónica de Aarón Rodríguez Serrano, doctor de la Facultad de Artes y Comunicación de la Universidad Europea de Madrid, “Shame: Lo real del cuerpo”, en el blog El séptimo sello. Un magnífico artículo que gira alrededor, precisamente, de cómo el cuerpo se articula como protagonista absoluto de la pulsión, de la adicción y de la narración.